- Estás preciosa.
Me sonrojo. Otro día igual. Todos son así. Te diré que me gustan, porque es verdad. Pero yo ya me he cansado. Es solo que… te quiero demasiado. No puedo verte solo tres horas al día, es superior a mis fuerzas. Te hago salir del local y hago que te sientes en el banco de delante del café. Me miras extrañado porque no sabes que me pasa.
- Cariño –digo mientras te rozo la cara con mis dedos- lo siento.
- ¿Por qué? –me dice- ¿qué te pasa? –busca una explicación.
- ¿Sabes? Hay dos tipos de hombres… los que te quieren y lo dejan todo por ti y los que solo te quieren…
El hombre bajó la mirada al suelo y tosió.
- ¿De cuál eres tú? –le levanto la cara y le miro a los ojos.
- Ehh… ¿a qué viene esto? –me pregunta.
- Lo siento. No puedo seguir mirando a mi marido a la cara mientras me estoy viendo contigo todos los días. ¡Todos los días, joder! No puedo estar en mi casa mirando a mi hijo y no sentirme culpable por estar engañándolos (sabes lo mal qué lo ha pasado él con su novia…para él es duro estar en casa otra vez) . Dime que me quieres…
- Lo sabes.
- Dejémoslo todo –le invito- vayámonos lejos de aquí.
No me responde.
- Por favor –le suplico en un susurro.
El hombre se levanta con su paraguas en la mano. Le imito.
- Mira –dice cogiéndome de las muñecas suavemente- esto ya lo dejamos muy claro. Era un lío, y quedamos en que nunca sería más que eso.
- ¿Para ti 15 años son un lío? ¿Me lo estás diciendo en serio?
- Lo dejamos todo claro ¡joder! ¿Por qué me saltas con esto ahora?
- No puedo mirarle a los ojos… ¿sabes lo que es eso? –él niega con la cabeza- puede que tú quieras a tu mujer y es lógico, yo quiero a mi marido. Pero no sé como puedes mirarla a la cara después de estar conmigo cada día. No sé como puedes besarla y no sentirte culpable.
- ¿Sabes por qué no me siento culpable? –ahora niego yo – porque yo hice una promesa y la cumplo. Porque prometimos no querernos como algo más que “amigos”. ¿Sabes por qué? Porque yo adoro a mi mujer, y no voy a dejarla. Nunca. ¿Me has oído? Nunca.
Lloro un poco pero lo disimulo.
- Eres un cabrón –ataco.
- Ah, perdón… ¿soy un cabrón porque no te digo que te quiero tanto como tu a mi y que no voy a dejar a tu mujer porque tu no quieras engañar a tu marido? Lo siento pero no. Yo lo llamo honestidad.
- Y yo cobardía.
- Fuiste tu la cobarde que venía a mis brazos cada noche porque su marido estaba de viaje ¿olvidaste esto?
- Eres un hijo de puta. Me has estado utilizando.
- Eh perdona. Aquí nos hemos utilizados los dos. Nos hemos gastado. Pero era un juego y yo creía que lo sabías…
- ¿Nunca me has querido? De verdad, me refiero… -pregunto temblando.
El pensó unos instantes.
- No. –suena duro y frío.
- Creo que no hace falta que nos veamos –saco unos billetes del bolsillo-. ¿Sabes? –niega con la cabeza- tenía pensado que tal vez si me decías que me querías nos podíamos ir juntos a Laponia, pero veo que no entra en tus planes. Toma –digo mientras le acerco su billete- el avión sale a las 5.
El niega con la cabeza una y otra vez. Le miro con cara de compasión y él no me dice nada.
- Me he equivocado tantas veces –le digo- y creo que aun no me he dado cuenta, por supuesto.
Le vuelvo a mirar con ojos de gata y se gira para marcharse. Le cojo de un brazo y le vuelvo a encara a mi.
- Gracias de todos modos.
Me giro y empiezo a andar cuando le oigo hablar. La gente pasa entre nosotros y empieza a nevar.
- Te esperaré en este café todos los días a la misma hora.
- No vendré –vacilo.
- Te esperaré igualmente.
- Si pensaras un poco menos en ti vendrías conmigo –digo enfadada.
- Si fueras un poco menos egoísta entenderías que no me puedo ir.
Seguidamente se da la vuelta y se empieza a marchar. Hago lo mismo de siempre. Me quedo mirándolo, y cuando, se confunde entre la gente, sonrío y meto las manos en los bolsillos.
* * *
Ella se fue a Laponia esa misma tarde y él la esperó en ese café todas las tardes. Nunca volvieron a hablar, ni siquiera por teléfono. Sin embargo, él seguía sonriendo cada vez que salía del local. Y entonces, solo, encaminaba la ruta que seguía con ella todos los días y llegaba al almacén. Sacaba la llave. Encendía la luz, miraba girar el carrusel unos cuantos minutos. Seguidamente se tumbaba en la cama. Tres horas más tarde salía de ahí, apagando la luz y cerrando la puerta. Y volvía a su casa. Lo hizo durante más de tres años. El 7 de octubre de 1989 no vino. Entendí, entonces, que había muerto. Pero que no había parado de esperarla ni un solo día de su vida. En realidad la quería… pero nunca se lo dijo. Fue demasiado cobarde. Ella se lo habría dicho a la cara.
Atentamente: La chica que dibujaba círculos en el aire y tocaba el piano en sus ratos libres.