lunes, 29 de junio de 2009

Mentiras a medias (Segunda parte)

Tú aun estás tocando el piano cuando ella se va. Y entonces respiras aliviado. Cierras los ojos y sigues deslizando tus dedos lentamente por cada tecla, disfrutando de cada sonido. Los oyes, los sientes. Dejas de tocar el piano en cuanto el reloj marca las doce de la mañana, para entonces tú ya estás con las llaves en la mano y la bufanda al cuello. Abres la puerta y sales. La cierras. Bajas las escaleras pensando en los aviones que deben estar despegando ahora mismo. Sales del portal de tu casa, sonríes amablemente al señor que vende el periódico delante de tu casa. Andas. Andas lento, disfrutas del aire que choca contra tu cara. Es como si te clavaran mil agujas, aun así te gusta. Lo disfrutas. Sigues andando cuando de repente un niño se te cruza y recuerdas que tú también fuiste así algún día. Alguien sin preocupaciones. Le sonríes mientras le recoges la pelota roja que se le ha caído a la carretera. Maldita sea, te duelen los huesos. El niño te sonríe y tú te das por pagado, además sigues tu camino. Miras el reloj, son las doce y doce minutos. Queda poco, doblas una esquina y ves el café. El mismo café de siempre, al que vas cada día. Entras por la puerta al mismo tiempo que te estás quitando la bufanda. Miras tu reloj, las doce y catorce. Y cuarenta segundos. A tiempo –como siempre-. Me miras y te acercas. Primero, pero, saludas al camarero. Acercas tus pasos hasta que te estás sentado en frente de mí. Me miras un rato, siempre lo haces. Después te acercas y posas tus labios en mi mejilla izquierda.

- Estás preciosa.

Me sonrojo. Otro día igual. Todos son así. Te diré que me gustan, porque es verdad. Pero yo ya me he cansado. Es solo que… te quiero demasiado. No puedo verte solo tres horas al día, es superior a mis fuerzas. Te hago salir del local y hago que te sientes en el banco de delante del café. Me miras extrañado porque no sabes que me pasa.

- Cariño –digo mientras te rozo la cara con mis dedos- lo siento.
- ¿Por qué? –me dice- ¿qué te pasa? –busca una explicación.
- ¿Sabes? Hay dos tipos de hombres… los que te quieren y lo dejan todo por ti y los que solo te quieren…

El hombre bajó la mirada al suelo y tosió.

- ¿De cuál eres tú? –le levanto la cara y le miro a los ojos.
- Ehh… ¿a qué viene esto? –me pregunta.
- Lo siento. No puedo seguir mirando a mi marido a la cara mientras me estoy viendo contigo todos los días. ¡Todos los días, joder! No puedo estar en mi casa mirando a mi hijo y no sentirme culpable por estar engañándolos (sabes lo mal qué lo ha pasado él con su novia…para él es duro estar en casa otra vez) . Dime que me quieres…
- Lo sabes.
- Dejémoslo todo –le invito- vayámonos lejos de aquí.

No me responde.

- Por favor –le suplico en un susurro.

El hombre se levanta con su paraguas en la mano. Le imito.

- Mira –dice cogiéndome de las muñecas suavemente- esto ya lo dejamos muy claro. Era un lío, y quedamos en que nunca sería más que eso.
- ¿Para ti 15 años son un lío? ¿Me lo estás diciendo en serio?
- Lo dejamos todo claro ¡joder! ¿Por qué me saltas con esto ahora?
- No puedo mirarle a los ojos… ¿sabes lo que es eso? –él niega con la cabeza- puede que tú quieras a tu mujer y es lógico, yo quiero a mi marido. Pero no sé como puedes mirarla a la cara después de estar conmigo cada día. No sé como puedes besarla y no sentirte culpable.
- ¿Sabes por qué no me siento culpable? –ahora niego yo – porque yo hice una promesa y la cumplo. Porque prometimos no querernos como algo más que “amigos”. ¿Sabes por qué? Porque yo adoro a mi mujer, y no voy a dejarla. Nunca. ¿Me has oído? Nunca.

Lloro un poco pero lo disimulo.

- Eres un cabrón –ataco.
- Ah, perdón… ¿soy un cabrón porque no te digo que te quiero tanto como tu a mi y que no voy a dejar a tu mujer porque tu no quieras engañar a tu marido? Lo siento pero no. Yo lo llamo honestidad.
- Y yo cobardía.
- Fuiste tu la cobarde que venía a mis brazos cada noche porque su marido estaba de viaje ¿olvidaste esto?
- Eres un hijo de puta. Me has estado utilizando.
- Eh perdona. Aquí nos hemos utilizados los dos. Nos hemos gastado. Pero era un juego y yo creía que lo sabías…
- ¿Nunca me has querido? De verdad, me refiero… -pregunto temblando.

El pensó unos instantes.

- No. –suena duro y frío.
- Creo que no hace falta que nos veamos –saco unos billetes del bolsillo-. ¿Sabes? –niega con la cabeza- tenía pensado que tal vez si me decías que me querías nos podíamos ir juntos a Laponia, pero veo que no entra en tus planes. Toma –digo mientras le acerco su billete- el avión sale a las 5.

El niega con la cabeza una y otra vez. Le miro con cara de compasión y él no me dice nada.

- Me he equivocado tantas veces –le digo- y creo que aun no me he dado cuenta, por supuesto.

Le vuelvo a mirar con ojos de gata y se gira para marcharse. Le cojo de un brazo y le vuelvo a encara a mi.

- Gracias de todos modos.

Me giro y empiezo a andar cuando le oigo hablar. La gente pasa entre nosotros y empieza a nevar.

- Te esperaré en este café todos los días a la misma hora.
- No vendré –vacilo.
- Te esperaré igualmente.
- Si pensaras un poco menos en ti vendrías conmigo –digo enfadada.
- Si fueras un poco menos egoísta entenderías que no me puedo ir.

Seguidamente se da la vuelta y se empieza a marchar. Hago lo mismo de siempre. Me quedo mirándolo, y cuando, se confunde entre la gente, sonrío y meto las manos en los bolsillos.

* * *

Ella se fue a Laponia esa misma tarde y él la esperó en ese café todas las tardes. Nunca volvieron a hablar, ni siquiera por teléfono. Sin embargo, él seguía sonriendo cada vez que salía del local. Y entonces, solo, encaminaba la ruta que seguía con ella todos los días y llegaba al almacén. Sacaba la llave. Encendía la luz, miraba girar el carrusel unos cuantos minutos. Seguidamente se tumbaba en la cama. Tres horas más tarde salía de ahí, apagando la luz y cerrando la puerta. Y volvía a su casa. Lo hizo durante más de tres años. El 7 de octubre de 1989 no vino. Entendí, entonces, que había muerto. Pero que no había parado de esperarla ni un solo día de su vida. En realidad la quería… pero nunca se lo dijo. Fue demasiado cobarde. Ella se lo habría dicho a la cara.

Atentamente: La chica que dibujaba círculos en el aire y tocaba el piano en sus ratos libres.

lunes, 22 de junio de 2009

Mentiras a medias (Primera parte)

Mentir es demasiado fácil. Quiero decir, mentirte me resulta demasiado sencillo, amor. No sé porqué. Podría decirte que no, pero te estaría mintiendo otra vez. Es como un círculo (que gira y gira y por mucho que quieras saltar nunca lo vas a hacer, y lo sabes). Tú aun estás tocando el piano cuando ella se va. Y entonces respiras aliviado. Cierras los ojos y sigues deslizando tus dedos lentamente por cada tecla, disfrutando de cada sonido. Los oyes, los sientes. Dejas de tocar el piano en cuanto el reloj marca las doce de la mañana, para entonces tú ya estás con las llaves en la mano y la bufanda al cuello. Abres la puerta y sales. La cierras. Bajas las escaleras pensando en los aviones que deben estar despegando ahora mismo.

Sales del portal de tu casa, sonríes amablemente al señor que vende el periódico delante de tu casa. Andas. Andas lento, disfrutas del aire que choca contra tu cara. Es como si te clavaran mil agujas, aun así te gusta. Lo disfrutas. Sigues andando cuando de repente un niño se te cruza y recuerdas que tú también fuiste así algún día. Alguien sin preocupaciones. Le sonríes mientras le recoges la pelota roja que se le ha caído a la carretera. Maldita sea, te duelen los huesos. El niño te sonríe y tú te das por pagado, además sigues tu camino.

Miras el reloj, son las doce y doce minutos. Queda poco, doblas una esquina y ves el café. El mismo café de siempre, al que vas cada día. Entras por la puerta al mismo tiempo que te estás quitando la bufanda. Miras tu reloj, las doce y catorce. Y cuarenta segundos. A tiempo –como siempre-. Me miras y te acercas. Primero, pero, saludas al camarero. Acercas tus pasos hasta que te estás sentado en frente de mí. Me miras un rato, siempre lo haces. Después te acercas y posas tus labios en mi mejilla izquierda.

- Estás preciosa.

Me sonrojo, como siempre. Nunca me voy a acostumbrar a que me digas esas cosas, ya lo sabes. El camarero viene y anota lo que pedimos. Un te verde para mi, un café con leche para ti. Nos miramos a los ojos. Nuestra conversación de todos los días vuelve a empezar.

- Gracias –respondo, con una amplia sonrisa en mi cara y las mejillas rojizas -¿dónde ha ido ella hoy?
- Al hospital de niños, a ayudarlos –me contesta, mientras juguetea con mis dedos por encima de la mesa.
- Es maravillosa –contesto.
- La verdad es que la adoro. La quiero.

Me callo porque tampoco sé que decirte, por alguna extraña razón hay veces en que, sin quererlo, llegamos a un punto muerto de la conversación y entonces creo que el mundo se para y que tú estás lejos de mi. Pero entonces me rozas las mejillas con tus manos y entiendo que tú estás aquí, a mi lado. El camarero nos deja las cosas en la mesa pero tú sigues con tus manos en mi cara y yo con mis ojos en tus ojos. Estamos felices.

Nos damos cuenta de que tenemos las cosas en la mesa cuando tu giras un momento la cara para mirarte los zapatos. Los llevas desabrochados (otra vez). Nos tomamos las bebidas mientras seguimos hablando de tus hijos. A la una en punta salimos del café. Me coges de la mano y suspiró aliviada. Seguimos andando por la ancha avenida y giramos a la izquierda. Ya sabes, ahí está nuestro sitio. Me aprietas la mano y respiras fuerte. Para cuando te quieres dar cuenta ya estamos ahí. Te agachas para coger las llaves debajo de la alfombrilla. Abres la puerta del pequeño almacén y nos damos cuenta de que cada día está más sucio. Abres la puerta haciendo una presión considerable y te adelantas tú, para encender las luces. Ahí está. Justo en el momento en que has encendido la electricidad ha empezado a dar vueltas con esa música. La compusiste para mí y aun me sigo estremeciendo cada vez que la escucho.

Me tiendes la mano para que te la coja y me ayudas a subir al tercer caballo. Cuando estoy arriba me dices que ojalá todo fuera siempre así y yo vuelvo a estremecerme con tus palabras. Y todo empieza a girar. Cierro los ojos mientras apoyo mis manos en la cabeza del caballo. Damos unas vueltas… supongo que he estado dando vueltas unos cinco minutos. Lo paras y me tiendes una mano para ayudarme a bajar, se me escucha decir gracias. Después nos tumbamos en esa vieja cama de matrimonio y solo está encendida una pequeña lamparita al lado de ésta. Nos quedamos mirando cara a cara y tú estás jugando con mi pelo. Adoro que hagas eso, no lo sabes todavía. Después bajas tus manos hasta que encuentras mis manos y comenzamos a entrelazar nuestros dedos. Jugamos a eso, se nos pasa el tiempo volando. Estamos así tres horas. Tres horas enteras. Pero me saben a poco…

Miras tu reloj. Seguidamente me miras, me das un ligero beso en los labios. He entendido, entonces, que es hora de irnos. Me levanto haciendo algunos esfuerzos y me pongo la chaqueta que me he quitado horas atrás. Miro el carrusel por última vez y suspiro. ¿Aun te acuerdas? Me lo regalaste cuando cumplimos diez años de estar juntos… y yo entonces era simplemente tan feliz. Lo que más me gustó, y lo sabes, es que lo construiste tu solo. Sin ayuda de nadie. Solo para mí. Te quiero.

- ¿Nos vamos?

Dices eso mientras me lo susurras a la oreja y yo te miento diciéndote un “cuando quieras” pero sabes bien que me quedaría contigo ahí toda una vida. Nos volvemos a coger de la mano y tú cierras las luces y cierras la puerta con llave. La dejas donde siempre. La llevamos dejando ahí durante más de 120 meses. Durante más de 3650 días (y aun me sigue haciendo la misma ilusión levantar la alfombrilla y ver que está ahí). El frío de la calle nos congela enteros. Al llegar al final de la esquina me encaras hacia a ti y te me quedas mirando. Sonríes.

- Hasta mañana, cariño. – me dice.
- No creo que pueda aguantar –digo mientras me muerdo el labio inferior.
- Hazlo por mí… -juega con mis manos y el frío desaparece.

Le sonrío aun sabiendo que le podría comer ahí mismo. Me lo ve en la cara, se lo percibo. Me levanta la cara y me vuelve a besar en los labios. Es un roce. Sólo un roce. Entonces se aprieta los botones de la chaqueta y me dice adiós. Yo me quedo observándole un buen rato hasta que desaparece entre la multitud y entonces suspiro, río y me doy la vuelta. Meto mis manos en los bolsillos para resguardarme del frío y me voy hacia mi casa.

Ando y me confundo entre la gente. Giro la cara cuando me doy cuenta de que estoy delante de la puerta de mi hogar. Entro en casa y mi hijo pequeño se me tira encima. Ha aprobado el examen de música. Le abrazo. Dejo mi bolso en la entrada y mi marido me recibe con un efusivo beso y un abrazo gigante. Para cuando entro en el salón la comida ya se me han quitado las ganas de comer.

- Cariño –digo jugando con su corbata- voy a tumbarme que me encuentro mal.

martes, 16 de junio de 2009

Es evidente que no sabes qué decir

No se lo digas a nadie, pero, a veces, sin querer, imagino que todo sería más sencillo si obligaran a todo el mundo a sonreír (y a ser feliz). Sería el plan perfecto. Puedo decirte muchas cosas, y seguramente todas ellas serían ciertas pero tu me descubrirías porque eres la persona más inteligente (y a la vez ingenua) que conozco. Eres como una bombilla, solo que tú te apagas cuando quieres.

Hubo un día en que creí que nada podía ser más perfecto. Eso si que fué ser ingenua y yo sin embargo seguí ahí, gritando que aun creía en tí. Y lo grité fuerte -pero tu no lo escuchaste o no lo querías escuchar-. No te dolerá ésta vez.
Creo sinceramente en que el día que te quieras dar cuenta de todo lo que has hecho (mal) será demasiado tarde porque habrá llovido tanto desde entonces que ya nadie recordará lo que has hecho, pero tampoco se acordarán de tí. Eso si que será triste y yo no me reiré (sé que te va a doler). Hiciste mal cuando tiraste tu guitarra; era la única que estaba contigo en las malas y en las peores.
Abandonaste este sitio haciéndote pasar por un bohemio al que no le gustaban los pueblos pequeños pero sabes que te hubieras quedado a vivir allí toda la vida si no fuera por aquella tal Marina. Aunque sabes casi tan bien como yo que olvidaste su nombre tan rápido como olvidaste el mío.

sábado, 6 de junio de 2009

It's too late to apologize (parte III de III)

* * *

Rozó la comisura de mis labios y se deslizó entre mis ojos. Tuve ganas de frenarle pero no lo hice. Estaba feliz. Me había llevado a San José, a su muelle. Me lo regaló. No me lo regaló en plan comprarlo, si no en plan…

- Este es mi lugar favorito desde los 7 años –agregó.
- ¿Y me lo regalas? Kevin… ¿Por qué a mí?
- ¿Por qué a ti? –rió y me miró a los ojos- porque me has devuelto las ganas de querer. Porque has posado en mi toda la tranquilidad, y a la vez energía, que nunca he tenido. Porque me has demostrado que te importo, y eso me hace feliz. Porque te mereces mucho más, pero esto me parecía más estúpidamente romántico. Porque en r..
- Calla –puse uno de mis dedos en su boca, evitando que hablara.- esto es estúpidamente fantástico. Y yo te quiero, Kevin. Te quiero. Y adoro que me hayas regalado este lugar, pero te adoro más a ti.
- Vale, esto me parece, ahora, estúpidamente parecido a todas las películas románticas que he visto contigo.
- Solo que ahora somos nosotros los protagonistas –agregué- y no lo cambiaría por nada del mundo.

* * *

Una tarde me envió un mensaje. Me citó en “nuestra” calle. Llegué allí unos diez minutos antes, pero él ya me estaba esperando, y no lo entendía, la puntualidad era algo raro en él. Y miré su cara, y supe predecir lo que pasaría, solo que no quería saberlo porque sabía que era algo malo.

* * *

- Naye… has venido –soltó Kevin.
- ¿No me has citado? Aquí estoy –me acerqué a él para besarle, pero se apartó-. ¿Qué pasa? –dije, extrañada.
- Verás –se frotó la cara con las dos manos, ni me miraba a los ojos- tenemos que dejar esto.
- Define “esto” –dije.
- Nuestra relación. Lo siento mucho pero…
- … ¿Pero?
- No te convengo. Me iré de esta ciudad, me alejaré de ti. Me duele, cariño… -dijo- pero me tengo que ir.
- Yo –interviné.
- No intentes entenderlo –me cortó- no lo entiendo ni yo. Me cogió las manos –solo recuerda una cosa… Te quiero.

* * *
¿Qué tipo de despedida era esa? Y tenía el morro de decirme que no intentara entenderlo. El timbre sonó y anduve apresuradamente para mirar quien era. Antes de que mirara la puerta se estaba abriendo. Solo él tenía llaves.

- ¿Kevin? –dije extrañada. Allí estaba, con su pelo revuelto y su sonrisa tímida.
- Naye…
- ¿Qué haces aquí? –dije… no sé lo que se pensaba.
- Te echaba de menos.
- ¿Qué me echabas de menos dices? Tu qué eres ¿gilipollas? –agregué.
- ¿Cómo? –preguntó, como si no supiera de que le hablara.
- Me citas y me dices que me dejas. Te vas de la ciudad y no coges el teléfono, no contestas a ninguna de mis llamadas. Dejas a tus padres sin ninguna explicación y ahora me dices que me echabas de menos. ¿Qué te crees que soy? ¿Un juego? –me giré, pero él me agarró de la muñeca y me encaró hacia él.
- Eh –acercó su cara a la mía- lo siento ¿vale? Era mejor que me fuera… al menos durante un tiempo. No sabes lo duro que esto ha sido para mí.
- ¿Y para mi qué te crees que ha sido? –dije.
- Lo siento. De veras, no sabes cuanto –dijo tiernamente.
- A mi ya no me valen los “lo siento” ni tus caras. Ni tus sonrisas. Kevin, vete – se me quedó mirando, le giré la mirada.
- ¿Lo dices en serio?
- Kevin –intenté que me dejara las muñecas- no te quiero volver a ver nunca.

Se acercó a mí y se me quedó mirando. Eso me calmó más que cualquier pastilla. Se me quedó mirando y empezó a temblar.

- Tienes ganas de besarme –dijo él.
- No es cierto, y, además, acabarás haciéndolo tu primero –contesté.
Nos besamos y reí. No sé por qué se fue, tampoco sé por qué volvió. Solo sé que con él he vuelto a sonreír, y que mis castillos de naipes se desmoronan si me vuelve a decir adiós.

* * *

- Apuesto a que adivinas por qué tiemblo.
- ¿Tienes frío?
- No. Es solo que… te quiero demasiado.


* * *

FIN.